domingo, 28 de octubre de 2012

Historias sensuales I

Hacía tiempo que había dejado de prestar atención a las palabras de aquel profesor de buena planta y frente prominente que se alzaba ante ella, situada en primera fila, mientras masajeaba suavemente sus labios con un bolígrafo para después enrollarlo sobre la superficie de la lengua, inconsciente de la naturaleza extremadamente sexual que delataba aquél gesto.

Por un momento consideró la posibilidad de que sus compañeras que trataban de acaparar la atención con preguntas absurdas de unos ojos oscuros que atrapaban la luz con sólo posar sobre ellos, tuvieran la gentileza de dejarlos solos y de pronto sintió un repentino escalofrío al imaginar la barba espesa y  rojiza de aquel hombre recostarse sobre su piel tersa y suave cuando se acercara a saludarlo.

Todo su cuerpo rebosaba de una masculinidad auténtica: sus cejas rectilíneas y pobladas reptaban unos centímetros por encima de una mirada rapaz  y sesgada. La nariz con la forma de una torre de mármol, alargada y cilíndrica terminaba en unas fosas anchas que la aspiraban cada vez que sus pulmones se llenaban de aire, por no mencionar el poderío que emanaba de unos hombros tonificados que se pegaban a una ajustada camisa blanca de botones.

Por el contrario, aquella muchacha contaba con una melena larga, formada por unos pelos castaños tan lisos que parecían haber sido arrancados de las cuerdas de un arpa celta y de sus labios gruesos y empapados por la saliva cada vez más abundante se hacía notar un rojo con brillos plateados muy dulce. Su generoso trasero se revolvía tembloroso sobre el asiento, inquieto por el súbito placer que la recorría de improviso desde la espalda hasta los exteriores de la concha.




Imaginó cómo sería atar con cadenas sus extremidades a su cuerpo, sentir su torso musculado tan de cerca que todo el peso que ejerciera sobre ella la dominara, la impregnara de su fuerza. Con sólo fantasear sobre el roce de sus pechos con aquellos pectorales perfectos que se le marcaban con cada bocanada de aire, se le endurecieron los pezones. Y entonces le entraron ganas de maullar.

Quería sacar su traje de gata negra de cuero escondido en algún baúl secreto de su dormitorio y con él puesto, descender desde el cuello hasta su miembro viril con la nariz pegada a cada partícula de su piel, al tiempo que rasgaba su carne hasta formar tiras enrojecidas por la firmeza con la que respondían sus uñas afiladas. Él había posado con autoridad sus manos sobre la cabellera de la mujer que caía como una cascada, filtrando sus dedos entre los pelos hasta encontrar sus raíces para agarrarse a ellos y darles un breve tirón, desprendiendo de sus puntas el aromático olor de las hormonas femeninas.

Los muslos cada vez más tensos por la calidad de las sensaciones que inundaban su mente se encogían desesperadamente bajo el pupitre y la sangre recorría a trompicones su vientre como una manada de cucarachas para buscar refugio en lo más profundo de sus genitales.

De pronto la figura del maestro se agrandó ante ella en la medida en que avanzaba a grandes zancadas por el pasillo central. Durante unos segundos lo vio más alto que nunca y se le erizó el vello de la nuca al pensar en lo increíblemente poderosa que se sentiría al dominar a un animal semejante. Poco después creyó atisbar una leve protuberancia en su entrepierna cuando el protagonista de su fantasía le dedicó una mirada de satisfacción que hizo que la alumna no pudiera evitar que sus mejillas se sonrojaran hasta el punto de estallar de la vergüenza por haber sido descubierta.

El rechinar de las sillas acompañó a un tumulto de voces cada vez más elevado sin que aquellos sonidos que anunciaban el final de la clase pudieran apartarla de sus pensamientos. Todavía sentía desde su espalda los ojos como espadas negras clavadas en los de ella, acusadores por haber tenido la osadía de utilizarlo en sus ensoñaciones, aunque no por ello menos divertidos. La habían dejado sola. Permaneció quieta, inmóvil, dejando que el viento cálido del mediodía que se arremolinaba desde una ventana abierta secara la película de sudor que se había creado alrededor del cuello y de sus senos.

viernes, 12 de octubre de 2012

Cuestión de principios.

Encontrar un estilo de vida y seguirlo hasta las últimas consecuencias no parece tarea fácil hoy día. La mayor parte del mundo se mueve como la plastilina, deformada y pisoteada por manos versátiles que devoran el mundo a su paso.

Buscan marcas en otros porque no las encuentran en si mismos para posteriormente echarles la culpa cuando se dan cuenta de que no solucionan sus problemas del día a día. Después se sienten indefensos como niños de 7 años abandonados a su suerte en una selva de bestias salvajes.

Creen pertenecer a la sociedad porque cumplen ciertos estándares preseleccionados antes siquiera de que nacieran y no se atreven a cuestionar las reglas de la naturaleza de las cosas. Porque es mucho más fácil escoger el sendero de la pasividad ya que da una cierta sensación de calma y no supone ningún enfrentamiento.

 Pero tarde o temprano llega la tempestad y la vida nos pone a prueba con pequeños obstáculos en forma de desamores, situaciones de conflicto, pérdidas materiales, etc... Nadie se salva en esta isla de caimanes.



Entonces en algunos se enciende una luz en la cabeza y ante la situación de tensión se guían por unos ideales o principios que han decidido no someter ante nadie salvo su propia conciencia. A día de hoy todavía recordaré una de las ideas más gráficas que aún acuden a mi mente: "Sólo hay una cabeza con la que tienes pensar, y no está abajo".

Pero para hablar de principios, primero habrá que descubrir los límites que cada uno en las actividades de su vida está dispuesto a implantar, desde en el mundillo de las relaciones de pareja y la amistad hasta en las negociaciones con el jefe; y después de haber creado el territorio propio de cada uno definido en base a unos valores defendidos por el ser único contar con la voluntad de mantenerlos firmes cada día.

A mi parecer el camino hacia el autorespeto parte de una mente clara que persigue esa actitud de ser responsable con su ética personal (lo que para algunos se consideraría un auténtico "dilema moral"). Cuidar de ella cuando las nubes cesan y se termina el conflicto, le hace a uno sentirse el cápitan de su propio barco y todas las pérdidas derivadas de tal comportamiento se desvanecen.

El miedo entonces tendrá que buscar la puerta de salida, y sino se la señalas.

Asegúrate de cerrar la puerta al salir ;).